El Instituto Cañada Blanch se fundó en 1972 reutilizando un edificio del siglo XIX que fue convento (creo que) de franciscanos.
Desde fuera, cuando lo ves desde Portobello Road, es una especie de isla de otra época en medio de un barrio de moda en el que los alquileres son un disparate y en el que en cada esquina hay un pub molón, una tienda vintage o un anticuario.
Vivir el edificio tiene un punto muy atractivo: es un laberinto de pasillos, dobles puertas que conectan espacios que no tienen nada que ver, escaleras imposibles, un salón de actos y una sala de profesores que fueron capillas, una conserjería que da al antiguo claustro y añadidos por todas partes que han ido creciendo aquí y allá sin mucho criterio en siglo y medio.
Pero tanto encanto tiene también una parte complicada: me dicen que el mantenimiento del edificio es un sindiós. Y no es difícil imaginar que no es trivial adaptar un lugar así a las normativas de seguridad de un colegio del siglo XXI.
Lo estoy disfrutando. Está siendo divertido vivirlo y descubrirlo. Y algo que me encanta es que cada día me encuentro con algún atajo, o me vuelvo loquito buscando algo (como hoy para llegar al departamento de matemáticas a una reunión), o me sorprendo con una imagen como ésta del monitor de ordenador sobre esa especie de hornacina y los volúmenes de la antigua Espasa Calpe sobre lo que fue, hace décadas, un altar.
Me gusta pensar que hay muchos rincones por descubrir, que efectivamente el colegio tiene algo intencionadamente laberíntico, y que quizás hay algunos lugares en los que, como dice Cortázar en su cuento, no entra nadie, nunca.
Qué buena descripción para un buen relato... fantasma incluído.
ResponderEliminar¡¡¡ Gracias !!!
EliminarAl fantasma todavía no le he visto, pero seguro que un día acabo encontrándomelo... jejeje...