Hoy he tenido un día feo en el cole. Uno de esos días que me hacen dudar de si realmente me gusta enseñar y de si verdaderamente se me da bien.
Cuando he llegado a casa, después de dar una vuelta por el barrio, me he dado una ducha, he cenado algo y me he echado a leer un rato.
Y entonces, ya con la calma, con un poco de perspectiva, he vuelvo a ser consciente de que sí, que enseñar es una de las cosas que más me gusta hacer. Y que se me da bien. Y que hay mucha gente que valora muy bien cómo lo hago.
Y cuando lo pienso despacio me doy cuenta de que en realidad lo que no me gusta es tener que bregar con niños maleducados y consentidos que se sienten impunes boicoteando las clases, maltratando a sus profesores y a sus compañeros. Hoy he salido de clase con rabia. Muy enfadado. Con la impotencia de no poder hacer el trabajo que me gusta porque unos pocos niños y niñas, sabiéndose bien cubiertos por sus padres y madres, pueden sabotear tu esfuerzo y tu energía y tus ganas de trabajar sin que puedas usar prácticamente ninguna herramienta para evitarlo.
Hemos pasado del extremo en el que estábamos cuando yo iba al cole hace cuarenta años, en que padres y profes formaban una piña indestructible, en el que tú, por defecto, nunca tenías razón ni motivos para quejarte ni para cuestionar nada, al extremo contrario, en el que muchos padres y madres apoyan cualquier comportamiento de sus hijos deslegitimando y cuestionando permanentemente al profesorado. Y ahí estamos jodidos: los padres, los profes y los niños.
Hoy también, supongo que para equilibrar un poco, he recibido un correo de una madre agradeciéndome el trabajo que estamos haciendo con su hijo y animándonos a seguir.
Un oasis en el desierto.
¡Seguimos!
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