Cuando estaba en la facultad tuve claro muy pronto que lo que quería hacer al terminar la carrera era enseñar. Supe también muy pronto que la investigación y la empresa no me interesaban tanto como las pizarras. Y desde hace ya unos cuantos años tengo claro que lo que más soy es profe. Me gusta enseñar. Me gusta muchísimo más aprender, claro, pero disfruto enseñando. Y con diferencia es el trabajo que más me gusta de los que he probado o de los que he imaginado hacer. De hecho creo que nunca he dejado de hacerlo: en coles, en los talleres de fotografía, en clases particulares...
Estos días he vuelto al cole a palo seco, a lo formal: aulas, horarios, sala de profesores, partes, listas, notas, exámenes...
Y estoy recordando que uno de los motivos por los que en su momento quise dejarlo fue precisamente por la sensación de, a veces, ser más poli que profe. Los últimos tiempos que estuve dando clases de secundaria, hace ya unos cuantos años, tuve la impresión de estar gastando mucha más energía en controlar a los grupos, en llamar la atención a lxs alumnxs que alborotaban, en intentar que tuvieran sus hormonas más o menos disciplinadas, que en preparar las clases y disfrutarlas enseñando matemáticas o física o lo que fuera.
Estos días estoy recordando mucho esa sensación. Además, estar con pequeñxs, al menos para mí, la hace aún más intensa: con los mayores, aunque sé que aún no son adultxs del todo, tengo más la impresión de estar hablando de igual a igual.
Y por supuesto están los contenidos. Me alucina (y creo que les envidio un poquito) la gente que es capaz de enseñar a leer o a sumar a los más peques, pero hace tiempo que sé que yo me siento mucho más cómodo enseñando derivadas y geometría que fracciones y sumas con decimales.
Pero aquí estoy, contento de haber vuelto a enseñar. Encantado de la decisión que he tomado de venirme aquí por unos meses. Ubicándome para tratar de escucharme y mirarme con cuidado y reconocer dónde quiero estar y qué quiero hacer.
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