Llevo más de treinta y cinco años dando clases. Las primeras las di cuando tenía quince años al hijo de una amiga de mi madre. Y desde entonces, con interrupciones, he dado cientos de ellas. Me gusta. Es un trabajo en el que tienes la sensación de estar enseñando de verdad: una sola persona delante de ti, interesada en aprender algo que tú sabes, y la posibilidad de resolver dudas, de relajar la tensión antes de una prueba, de aclarar ideas, de ayudar a superar un examen o una asignatura, .
Antes de venir aquí el profesor al que iba a sustituir me comentó que las clases eran una buena posibilidad para completar un poco el raquítico sueldo de interino. Pensé que quizá no sería fácil encontrar alumnxs, pero al cabo de pocos días uno de los profes del Cañada me propuso echar una mano a su hija con las matemáticas de segundo de bachillerato. De ahí salió algún alumnx más, corrió la voz y ninguna semana he dejado de dar alguna clase aquí o allá.
Hay una parte de esto que, obviamente, me satisface, que es la que decía más arriba de poder mejorar mis ingresos. Pero también he sentido aquí una satisfacción y una confianza que hacía tiempo que no sentía tan claramente: me está sentando muy bien tener la seguridad de que sólo con lo que sé y con un lápiz puedo buscarme la vida. No necesito más.
Qué bonita reflexión Román,... Es cierto que a veces no nos damos mucha cuenta de lo que somos capaces de hacer con nuestros conocimientos.
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